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--------La Panamérica (El País)-------------

7 febrero 2010

De Alaska a Tierra del Fuego, la carretera Panamericana recorre el continente a través de 28.500 kilómetros, capturando todo un mundo de contrastes a lo largo del camino.

Xabier Moret de El País de Madrid 

Recorrer América de arriba abajo, desde las frías montañas de Alaska hasta la soledad de la Tierra del Fuego, es un viaje que contiene en sí mismo la esencia de la aventura; no en vano supone atravesar 17 países, cuatro zonas climáticas, entornos sociales muy distintos y una variedad infinita de paisajes, desde los desiertos de Utah y Atacama hasta las selvas de la Amazonia y Guatemala, y desde los volcanes de Centroamérica hasta la vasta soledad que inunda la pampa argentina.

Una carretera, la Panamericana, lo hace posible, aunque no hay que llamarse a engaño: más que una carretera, la Panamericana es un largo trayecto de 28.500 kilómetros en el que conviven carreteras de todo tipo, desde cuidadas autopistas de cuatro carriles hasta lodazales impracticables durante la estación de lluvias. Todo esto es América, un continente capaz de reunir un catálogo de postales maravillosas y de mostrar también los contrastes sociales más lacerantes.

Hay quien opta por remontar la idea de la Panamericana a los viejos caminos del Inca, que ya antes de la llegada de Colón discurrían por los Andes para conducir hacia la ciudad de Cuzco, que en quechua significa “ombligo del mundo”. Puede que fuera un lejano primer intento, pero la carretera Panamericana nació en realidad en 1923, cuando se decidió su impulso en una reunión de países americanos en Santiago de Chile.

A partir de aquí se fueron materializando los distintos tramos de esta importante vía de comunicación que atraviesa América de punta a punta. La ruta soñada es hoy una realidad, aunque aún se resiste un trazado de poco más de un centenar de kilómetros entre Panamá y Colombia, el llamado Tapón de Darién, donde la carretera tendría que atravesar una frontera conflictiva y una zona selvática calificada como una reserva de la biosfera.

En los fríos del norte

El viaje ideal de la Panamericana comienza en Inuvik, un pueblo perdido en la soledad del lejano norte canadiense, dos grados por encima del Círculo Polar Ártico.

En este primer tramo del viaje, el protagonismo es para el frío, el agua, la tundra, las grandes llanuras, los tupidos bosques de abetos y las montañas nevadas, junto a una cultura india que logra sobrevivir en medio de una civilización muy alejada de sus valores. La llegada a Vancouver, ya en la Columbia Británica, supone el primer contacto con una gran ciudad norteamericana, dotada de una moderna arquitectura que se alza entre el Pacífico y las montañas nevadas.

La entrada en Estados Unidos por el estado de Washington no supone un cambio de paisaje radical. Es bastante más al sur, con la llegada a California, cuando el viajero tiene la impresión de abandonar por fin los fríos territorios del norte para entrar en un mundo más cálido y más habitable. En este sentido, la ciudad de San Francisco es la que marca un cambio decisivo y la que encaja en el viejo dicho que asegura que California es, antes que nada, “un estado mental”. Un paseo en tranvía por las calles en cuesta de San Francisco sirve para confirmar que estamos quizá ante la más europea de las ciudades norteamericanas.

Siempre hacia el sur, la costa de California aparece jalonada por un paisaje escarpado que se alterna con playas infestadas de surfistas que parecen moverse al ritmo de los Beach Boys y una serie de pueblos que han heredado los nombres de las misiones que en el siglo XVIII fundaron los franciscanos: Monterrey, Carmel, Santa Bárbara, San Luis Obispo… Y al final, de modo inesperado, surge la gran metrópoli de Los Ángeles, la ciudad del futuro, el exceso por definición: mide 80 kilómetros de punta a punta, ocupa 1.200 kilómetros cuadrados y tiene más de 1.000 kilómetros de autopistas.

A partir de Los Ángeles, la ruta hacia el sur prosigue por la costa hasta San Diego y la frontera mexicana, con Tijuana al otro lado, pero es preferible virar a tierras del interior, inmersas en un paisaje que se desertiza por momentos.

Luego, vienen los neones de Las Vegas, los parques nacionales de Utah y Arizona y el Gran Cañón del Colorado, esculpido a lo largo de los siglos por un fangoso río.

La puerta de América Latina

El siguiente paso, siempre hacia el sur, viene marcado por la frontera con México, una línea de alambradas y desierto que pugnan por cruzar los espaldas mojadas, en su anhelo por incorporarse al rico norte, o los narcotraficantes, en su afán por conseguir dinero fácil.

Una vez en territorio mexicano se impone otro idioma, otra mentalidad y otra banda sonora, marcada por los ritmos del acordeón del tex mex, los narcocorridos de Los Tigres del Norte –“reales como la vida misma”– o las canciones tradicionales que desgranan los mariachis con sus guitarrones.

Más adelante, el exceso viene de la mano de México DF, una ciudad de más de 20 millones de personas a 2.240 metros de altitud.

No demasiado lejos queda la tentación de las playas del Pacífico, pero el destino tiene que ser Chiapas, el estado del que surgió la mítica rebelión del subcomandante Marcos.

Y de nuevo, la frontera, esta vez con Guatemala, camino hacia El Salvador y Honduras, en los que la Panamericana se muestra breve en uno de sus brazos más cortos.

Tras este tramo, es a la entrada en Nicaragua donde el perfil montañoso del norte y los montes llenos de plantas de café y de tabaco, escoltados por una cadena de volcanes, permiten intuir un paraíso apagado por los ecos de una guerra no lejana y por desastres naturales que han golpeado el país en forma de terremotos y huracanes.

El siguiente destino es Costa Rica, que ofrece un paisaje tropical, con cafetales y tabaqueras en los montes y plátanos, piña y caña de azúcar en el llano. El viaje, hacia el sur, pasa por la capital, San José, hasta llegar a la frontera con Panamá, un país cálido y húmedo marcado por su canal, abierto en 1914.

Es allí donde surge el Tapón de Darién, que hace imposible proseguir el viaje a través de carretera.

La increíble Amazonia

El viajero debe embarcar, entonces, hasta Colombia o Venezuela, pero antes tiene que elegir entre la rama de la Panamericana que baja hacia Chile por Colombia, Ecuador y Perú, siguiendo la costa del Pacífico, o la que lo hace por el centro del continente, al otro lado de los Andes.

Una buena opción es continuar la travesía hacia Caracas y, una vez allí, adentrarse en la zona montañosa del sur del país, hacia las maravillas de Canaima y Roraima, donde están los increíbles tepuys, unas imponentes formaciones rocosas con la cima plana y las paredes como cortadas a pico que surgen con autoridad en medio de la selva tropical y de la sabana. Es allí donde Arthur Conan Doyle situó su “mundo perdido” y es allí donde se puede contemplar el Salto del Ángel, la catarata más alta que hay en el mundo (979 metros).

En el más alto de los tepuys, de 2.800 metros, se encuentra el hito fronterizo llamado Punto Triple, donde convergen tres fronteras, las de Venezuela, Brasil y Guyana.

Desde este punto, el viaje por la Panamericana prosigue a través de pistas abiertas en la selva, hasta la frontera con Brasil, más allá de la línea imaginaria del ecuador.

Es éste un mundo cálido, húmedo y a veces inhóspito, con enfermedades como la malaria y el dengue al acecho; pero la llegada a Manaus permite asistir al gran espectáculo de la Amazonia. Es aquí donde el caudaloso río Negro desemboca en el inmenso Amazonas, y es aquí también donde el gran río sorprende con un laberinto de brazos de agua que parecen anegarlo todo, en medio de una llanura y de una selva que no parecen tener fin. Y aquí es, por otro lado, donde estalló hace un centenar de años la revolución del caucho, un negocio floreciente y efímero que permitió enriquecerse a unos cuantos terratenientes y que supuso que se levantaran joyas tan increíbles como el edificio de la Ópera, un espejismo cultural y arquitectónico que se alza en medio de la selva.

La Panamericana avanza, a través de la cuenca amazónica, hasta Porto Velho, aunque en esta región las pistas de tierra se ven derrotadas por la gran autopista que de hecho es el río, y el barco pasa a ser el transporte más utilizado.

El hechizo de las alturas

Una vez en Perú, sin embargo, todo cambia, sobre todo cuando la selva cede el paso a la contundencia de la sierra, una zona de altura, con escasos árboles, en la que los incas levantaron su imperio y en la que todavía dominan esos rostros hieráticos y callados de sus descendientes, que parecen resumir una resignación de varios siglos.

Estamos ya en los Andes, en el territorio del cóndor, de la llama y de la chicha; en el Altiplano, donde todo parece reseco, sin vida, hasta que surge el milagro de agua del lago Titicaca, situado a 3.812 metros de altitud. Los indios punos construyen en él unas islas de juncos que parecen nacidas de la nada, mientras que al otro lado de la frontera, ya en territorio boliviano, la población de Copacabana, situada junto al lago, se ofrece como un lugar de reposo ideal y como un buen puerto de partida para visitar las islas del Sol y de la Luna, dignificadas por la presencia de los restos de construcciones incas y por leyendas de tesoros perdidos.

La monotonía desolada del Altiplano se impone de nuevo al abandonar el Titicaca en dirección a La Paz, una ciudad recluida en el interior de una gran olla natural, con el barrio de El Alto como vigilándola y con las siluetas de los Andes nevados como gran telón de fondo.

Más adelante, la carretera que va de La Paz a Coroico está considerada oficialmente la más peligrosa del mundo. No es que sea un galardón muy honroso, aunque hay que admitir que la vista del gran abismo sobre el que avanza, casi cortado a pico en un flanco de la montaña, permite intuir que es más que merecido. Las cifras también la avalan, ya que cada año se desploman hacia el vacío un promedio de 26 vehículos, algunos de ellos camiones o autobuses cargados de pasajeros hasta los topes.

Bolivia es un país complicado para trazar una carretera, ya que las montañas dominan la parte central de éste. El valle de Cochabamba se ofrece, pese a todo, como un oasis de eterna primavera, y la ciudad de Sucre se muestra como una agradable joya colonial.

En la subida hacia Potosí, vuelve el vértigo de la alta montaña, ya que esa ciudad, que se justifica por sus minas de plata, está situada nada menos que a 4.090 metros de altitud. Y vale la pena continuar el viaje, ya que en la siguiente parada, Uyuni, se extiende una de las grandes maravillas de América: el Salar de Uyuni, una inmensa llanura de sal de unos 12 kilómetros cuadrados.

Hacia el destino final

En el largo viaje hacia el sur vale la pena cruzar por los Andes hasta el desierto de Atacama, ya en territorio de Chile. Es un largo trayecto que se prolonga durante tres días y atraviesa pistas situadas a más de 4.000 metros de altitud, pero es recomendable, ya que aquí uno se siente en medio de una magnífica soledad que parece de otro mundo.

La etapa que llega después es Antofagasta, desde donde se puede contemplar el océano Pacífico. Un poco más al sur se cruza el trópico de Capricornio y se avanza por un paisaje casi sin atributos.

Santiago y Valparaíso son los siguientes objetivos y, luego, el paisaje reverdece por momentos a lo largo del camino, hasta que a la altura de Puerto Montt se toma el ferry para viajar hasta la isla grande de Chiloé: un lugar maravilloso, con sus pueblos como agazapados.

Siempre descendiendo, por el Camino Austral, se llega a Puerto Natales, que cuenta con ese paraíso natural que es el parque nacional Torres del Paine, con sus picos afilados, sus guanacos en libertad y sus glaciares con lagos que se muestran como espejos.

Al otro lado de la frontera, ya en territorio argentino, se encuentran otras maravillas, como la del glaciar Perito Moreno y la del pico Fitzroy, que destacan sobremanera en la soledad de la Patagonia.

Punta Arenas, situada en el estrecho de Magallanes, es la ciudad más al sur de Chile, aunque en Argentina la supera Ushuaia, población que se levanta en la isla de Tierra del Fuego, lugar remoto donde muere —o donde nace, según se mire— la carretera Panamericana. Es allí, a escasa distancia de la Antártida, donde su gente proclama con orgullo que Ushuaia es a la vez “el fin del mundo y el principio de todo”.

 

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